Ricardo Migueláñez. @Rmiguelanez
De un tiempo a esta parte lleva siendo noticia la entrada de fondos de inversión y de instrumentos similares de capital riesgo en la compra de suelo rústico. En un primer momento, estas inversiones demuestran que el campo sigue siendo una actividad atractiva y rentable, lo cual no deja de ser cierto en algunos casos, pero como en todo, hay que ver las dos caras de la luna, si el vaso está medio vacío o medio lleno o la cara y cruz de la misma moneda.
En una misma situación conviven dos realidades distintas: por un lado, la de una agricultura familiar, asentada sobre el territorio, con titulares de edad cada vez más avanzada y cuya explotación, al jubilarse o morirse sus propietarios, se vuelve a fragmentar cuando se reparte entre sus herederos.
Por otra, están la agricultura y la ganadería corporativa, que manejan grandes explotaciones ganaderos y/o fincas con cultivos intensivos, bien dimensionadas, gestionadas y mecanizadas y que, en muchos casos, están en manos de fondos de inversión o de capital riesgo, que persiguen rentabilidades más o menos estables a medio y largo plazo en determinados sectores de producción.
¿Son ambas necesarias en el campo español? Creemos que sí, siempre que se dé cierto equilibrio. En todo caso, si hay que destinar dinero público (de la PAC o de los presupuestos estatales o autonómicos) en apoyo de algún tipo de actividad agraria, ésta debe ser principal y preferentemente aquella que esté más vinculada al territorio y que favorezca el asentamiento poblacional en el medio rural.
Y ese tipo de agricultura es la que ejercen los pequeños y medianos agricultores y ganaderos profesionales familiares. Dando preferencia en la concesión de las ayudas públicas a este colectivo no solo se apoya la continuación y desarrollo de su actividad económica, sino que también se aporta una solución (si bien parcial) a un problema social de primer orden, como es el del envejecimiento y la despoblación de nuestro medio rural.
En el último informe del Fondo Español de Garantía Agraria (FEGA) sobre los perceptores de ayudas directas de la PAC del ejercicio 2021, las personas físicas representaban aún el 90,87% del total de los beneficiarios, pero percibieron un 57,53% del total de estas ayudas (incluidas tanto las del primer pilar de la PAC, como del segundo pilar o de Desarrollo Rural), mientras que las personas jurídicas (cooperativas, SAT, comunidades de bienes, SRL, SA u otras figuras mercantiles) eran el 9,12% de los perceptores, pero recibieron un 42,47% del total de estos fondos públicos.
A pesar de que en número los perceptores físicos de ayudas directas de la PAC siguen siendo la figura dominante, la tendencia durante todos estos años ha ido hacia un crecimiento de las personas jurídicas, principalmente en cuanto al importe total del apoyo recibido.
Es algo a tener en cuenta si lo que el Gobierno pretende es apoyar de forma prioritaria a las pequeñas y medianas explotaciones familiares y profesionales. Quizás, con el pago redistributivo y con el techo (“capping”) de la ayuda básica a la renta por la sostenibilidad, entre otras medidas puestas ya en marcha en la nueva PAC 2023-27, se pueda empezar a corregir algo esta situación.
Valor “refugio” y algo más
Sin desmerecer, la actividad de los fondos de inversión y de capital riesgo en nuestro sector agrario es otra cosa bien distinta, vinculada a la búsqueda de rentabilidades más o menos estables a medio y largo plazo y a la demanda acuciante de ciertas tierras como activos productivos (no entraremos aquí en la demanda de tierras para otros usos, como los de energías renovables, que también está creciendo).
Los fondos de inversión y de capital riesgo adquieren parcelas amplias o, en su caso, un conjunto de pequeñas fincas aledañas que poder juntar para poder llevar a cabo una gestión de economía de escala (intensiva, con agua disponible para regadío y mecanizada), que permita la máxima reducción de costes y una mayor competitividad.
Además, estas importantes inversiones se concentran en sectores muy concretos, que aporten rendimientos casi inmediatos o estables a medio plazo, principalmente cultivos leñosos (frutales, frutos secos, cítricos, olivar, uva de mesa, subtropicales…) y hortícolas, en determinadas zonas de nuestra geografía (Andalucía, Extremadura, Comunidad Valenciana, Región de Murcia o Cataluña), donde pueden encontrarse explotaciones de dimensiones más que aceptables.
Como todos los días comemos dos, tres o cinco veces, estos fondos se ven atraídos a la hora de invertir su capital por esa necesidad básica que los humanos (y los animales) nos empeñamos en satisfacer, y esa es la de alimentarnos.
Algunos consideran que invertir en la actividad agraria tiene un valor “refugio”, sometido también a los vaivenes y a la volatilidad de los ciclos económicos, pero mucho menos y con una mayor estabilidad que otros sectores, como se vio en la reciente pandemia de Covid o incluso ahora con la crisis que persiste por la invasión rusa de Ucrania, que es uno de los principales proveedores mundiales de materias primas alimentarias.
Por ahora, las principales operaciones financieras por su valor económico en el mercado español de la tierra (y también en el sector agroalimentario) se han centrado en la adquisición de empresas agrarias, mediante el “sale & leaseback” (compra con un arrendamiento posterior de entre 20 y 25 años) o la inclusión de un nuevo socio capitalista que aporte liquidez en la inversión a cambio de rentabilidad a medio plazo. Ahí están, por ejemplo, las invesiones de Azora en la compañía de almendros ISFA; de Atitlan y Sovena en Frutas Romu; de CVC en el negocio de pasta PANZANI, de Abac Capital en Agroponiente; de ProaA Capital en zumos Go Go Fruselva y en la compañía de uvas de mesa Moyca Grapes, etcétera.
Mayor carestía
¿Contribuyen este tipo de inversiones a encarecer los precios de las tierras en esas zonas? Es bastante probable y, aunque esto no sea “per se” algo negativo, sí puede ir en contra de los intereses de los jóvenes agricultores, recién incorporados a la actividad, que busquen paulatinamente aumentar la dimensión de sus (en su mayoría pequeñas) explotaciones. Eso es así, debido a que un mayor coste en la compra o incluso en el arrendamiento de parcelas les dificulta -a la vez que desanima- aún más si cabe el desarrollo de su actividad.
Este es, quizás, el principal “pero” a la entrada de grandes capitales en el sector agrario. Por un parte, esa inversión puede considerarse algo positivo, porque contribuyen al desarrollo y a la modernización de ciertos cultivos (los considerados rentables o con posibilidades de serlo a medio o largo plazo), pero por otra, dificultan la supervivencia y el desarrollo del tipo de agricultura de pequeñas y medianas explotaciones de base familiar y social, pero no por ello menos profesional y de ocupación del territorio, que es la que ha caracterizado a nuestro medio rural desde siempre.
Las grandes operaciones de compra y posterior arrendamiento de ciertas tierras de cultivo pueden contribuir a mejorar la modernización del campo, a reducir sus costes de producción a través de economías de escala, a lograr producciones más competitivas en los mercados, pero de ninguna manera son la solución a problemas de índole social, como es el insuficiente relevo generacional en el campo o la despoblación del medio rural.
Una variante: las Socimis agrarias
Este mayor interés inversor en el sector agrario español, ha llevado también a la asesoría bursátil Armanext a reclamar al Gobierno desde 2022 que permita la entrada de las Sociedades Anónimas Cotizadas de Inversión en el Mercado Inmobiliario (Socimis) en esta actividad, como ya sucede en otros países.
Armanext ve necesario eliminar la categorización exclusiva de bienes urbanos del artículo 2. 1.a) de la Ley 11/2009, de 26 de octubre, que regula este tipo de sociedades, incluyendo como “objeto social principal”, además de la adquisición y promoción de bienes inmuebles de naturales urbana, los de naturaleza agrícola, ganadera y forestal, para su arrendamiento.
La figura de las Socimis fueron creadas hace ya una década para atraer capital extranjero y ahorro de particulares hacia las inversiones inmobiliarias urbanas, sin que por ahora puedan operar con fincas rústicas. Son empresas cotizadas, que se benefician de un tipo impositivo nulo (tipo del 0% en el impuesto de Sociedades) y están obligadas a repartir el 80% de sus beneficios en forma de dividendos, que sí tributan.
Para el presidente de Armanext, Antonio Fernández, el cambio normativo que vienen demandando supondría avanzar en tres aspectos: permitiría una normalización de la política de inversión de este tipo de vehículos con otros análogos en distintos países de la UE (los SIGIS en la vecina Portugal) y del mundo (grandes inmobiliarias agrícolas cotizadas en EE.UU. o los Rural Funds Group en Australia); ofrecería un apoyo explícito a la importancia estratégica del campo español, refrendada tras la pandemia de Covid y, en especial, con la guerra de Ucrania, que ha provocado el desabastecimiento de algunas materias primas alimentarias y, finalmente, permitiría la entrada de nuevos inversores a la España despoblada, pues ahora más del 77,4% de la inversión en inmuebles a través de las Socimis se concentra en Madrid y Barcelona.
Según esta firma, las Socimis aportarían al sector agrario español la separación de la gestión del negocio agropecuario de la propiedad de la tierra; la profesionalización del sector y la generación de empleo; el cambio en el modelo productivo, unificando parcelas en un sector que está muy atomizado e introduciendo cultivos más rentables y producción de calidad, frente al precio; una mayor tecnificación de la agricultura, mediante la inversión en innovación, y una mayor productividad e incremento de la renta agraria.
El modelo propuesto es que una Socimi agrícola agrupe tierras, que serían gestionadas por una empresa especializada, que repartiría luego dividendos entre todos sus accionistas (pequeños propietarios o herederos de terrenos que aporten sus parcelas como activo a la sociedad).
Su propuesta está en poder del Ministerio de Hacienda (Dirección General de Tributos) que dirige María Jesús Montero para su análisis desde el punto de vista técnico, pero sin que, por el momento, se haya dado una respuesta concreta por parte del Gobierno, que debe estar valorando sus pros, pero también sus posibles contras que pudiera haber. Si de verdad sirven para favorecer el arrendamiento de tierras a nuevos o a jóvenes agricultores y ganaderos, podría ser un instrumento válido, pero si solo se centra en favorecer ante todo los beneficios de los inversores, crea más dudas.