Hugo O’Donnell. Real Academia de la Historia
Desde que los romanos explotaran hasta su agotamiento las minas de metales preciosos en España, sólo ha habido otro producto, en este caso un ser vivo, de un valor casi equivalente: la oveja cuya doble utilización, como carne y como abrigo, se remonta a los habitantes neolíticos de hace cuatro milenios y que en la meseta central y Suroeste de la Península Ibérica, tierras soleadas y de extensos pastos, adquirió una condiciones propias.
Una oveja de raza especial, mutante, cuyas características esenciales se conservaron largamente y que se dedicó, casi en exclusiva, a la producción lanera: la oveja merina, conocida más allá de nuestras fronteras como “vellones de Castilla”. Su lana blanca, de vellón suave, corto, rizado y fácil de hilar, perfecto para la elaboración de paños finos, se convirtió pronto en artículo exquisito y sin parangón y, por lo tanto, bien deseado y de intercambio ventajoso y exportable.
Otras razas ovinas primitivas y también autóctonas, como la churra, de lana más larga y basta, se dedicaron a la producción de carne y lácteos, pero el alto precio de la lana blanca merina determinó su especialización, e incluso la reserva de su menor rendimiento de leche, para exclusiva lactancia de sus corderos. Durante más de cinco siglos esa lana constituyó un monopolio mundial cuya salida del país por vía marítima se llevaba a cabo en grandes y redondas naos en las dos únicas direcciones posibles: el Norte, dando lugar a la creación de una de las grandes rutas mundiales de la navegación, la “Carrera de Flandes” o “de la Lana” desde el Cantábrico a Amberes y Brujas, para ser distribuida hasta los puertos alemanes y rusos, ruta que sólo se vería superada por la “Carrera de Indias”, fruto genuino ambas de la creativa española; y, en menor medida, hacia el Este: Florencia y el Mediterráneo.
Reconocida la lana como primer producto de intercambio externo en plena Edad Media, los poderes públicos eximieron este producto de exacciones, trabas comerciales e impuestos, y otorgaron a la cabaña ganadera y a los grandes rebaños privilegios extraordinarios, empezando por favorecer su ancestral trashumancia, prohibiendo el cercado de los pastizales y estableciendo una rígida reglamentación protectora y gremial: la Mesta, instituida por Alfonso X y cuyo nombre rememora anteriores juntas “mixtas” de afectados, que constituyó la organización trashumante europea más importante de todos los tiempos y que afectaba a las múltiples profesiones dependientes y a todo el Reino.
El control de calidad del proceso era severo. El “esquilmo” a tijera, efectuado en verano, próxima a la festividad de San Juan y regresados los rebaños de la invernada por las múltiples cañadas que marcaban el territorio, realizado por especialistas en ranchos de esquileo, precedía al lavado –en caliente y en frío- en lavaderos fijos y comunes situados en plena ruta. A ello seguían la limpieza de toda roña o mancha, el pesaje en arrobas y el embalaje en sacas bastas garantizado por las marcas del ganadero pintadas con almagre. Procesiones de carretones tirados de bueyes confluían en Burgos que centralizaba el tráfico monopolístico y lo almacenaba y aseguraba contra todo tipo de riesgos, para atender la demanda exterior y remitir a los puertos de embarque –Santander y Bilbao preferentemente- hacia las manufactureras de los Países Bajos, en buques fletados al efecto, escoltados en ocasiones por naos armadas en guerra en prevención de corsarios.
Tanto esfuerzo e inversión y también tanto provecho, exigían la conservación estricta de unas normas que impedían desde tiempos medievales la exportación de animales vivos que pudiesen crear cabañas competidoras, castigando severamente el contrabando pirenaico. Parece que la prohibición se respetó, como salvaguardia de un bien común, precioso e inajenable, durante el reinado de los Austria, con la poco representativa excepción de Cristina de Suecia, que obtuvo algunos merinos para su “divertimento” y el de sus damas hilanderas. Pero Felipe V regaló a su abuelo, Luis XIV, a quien debía el trono, un grupo reproductor, más bien como rareza zoológica, y los pactos de Familia favorecieron algunas exportaciones en las que se basaría la “Bergerie Royale” de finales del siglo XVIII. Luis XVI, hubo de implorar de un reacio Carlos III la venta de unos centenares de merinos seleccionados personalmente por su embajador entre los rebaños del El Escorial y El Paular, para formar la granja, entre funcional y bucólica, de María Antonieta y los establecimientos bearneses.
Del débil mandato de Carlos IV la consecuencia fue más grave y causa originaria de la ruptura futura del monopolio en beneficio final de Inglaterra y de Francia y de la generalización foránea de la cría: la respuesta generosa y presuntamente rentable políticamente a una solicitud de Guillermo V, “estatuder” de Holanda, en unos momentos en que ambos monarcas trataban de eximirse de la influencia revolucionaria francesa, consistió en la entrega de dos carneros y cuatro ovejas selectos, de la Cabaña Real. Los descendientes de estos animales, enviados a la colonia de El Cabo, ya que no parecían poder prosperar en el clima holandés, serían los primeros merinos en salir de Europa. Caerían en manos británicas junto con toda la Colonia a partir de 1795 y otro territorio inglés acabaría siendo el mayor beneficiario: Australia, que se convertiría en la superpotencia lanera que es hoy en día.
Pero fue ese mismo año nefasto de 1795 en el que Carlos IV se veía obligado a firmar la paz con la República Francesa que ya había conquistado parte de las Vascongadas y de Cataluña. En las esperanzas del rey español estaba la liberación de los hijos de los reyes decapitados: el delfín Luis y su hermana María Teresa. Sólo ésta conseguiría su propósito, pero las condiciones del tratado de Basilea de ese verano, por las que los franceses devolvieron el territorio español ocupado parecieron tan buenas, que su artífice, el pacense Manuel Godoy, recibió el título insólito de Príncipe de la Paz. Una cláusula secreta, cuya publicidad hubiera empañado su gloria especificaba, sin embargo, que durante cinco años, la República podía adquirir mil ovejas y cien carneros merinos anuales. Se cumplía así la larga expectativa de los ganaderos franceses. Cualquier otra concesión anterior palidece ante semejante sangría a nuestra cabaña, pero el traslado masivo a Francia, ordenado por Napoleón en 1808, y con destino a las granjas imperiales, la superaría con creces.
La Guerra de la Independencia supuso la liquidación de restos cuando ya la trashumancia estaba herida de muerte y la Mesta suprimida como reliquia del Antiguo Régimen, impropia de la modernidad. Al duque de Wellington se regalaron títulos y “goyas” y al gobierno inglés –el gran enemigo comercial de siempre- la Junta de Defensa, no sabiendo cómo agradecer su ayuda militar se entregaban rebaños enteros, porque no quedaba nada más que enajenar.
Triste final para un pasado pecuario que se inserta como un eslabón más de la gran cadena de nuestra historia que, como toda gran nación, está llena de glorias y de penas.