El aceite de oliva es una de las producciones más importantes y emblemáticas del sector agrario y alimentario español por el volumen superficie de cultivo, más de 2,5 millones de hectáreas, por el número de olivareros y, sobre todo, por tratarse de un cultivo donde España es líder mundial indiscutible en un producto de calidad saludable reconocido en todo el mundo con un amplio recorrido por acometer en el campo de la exportación ante el impuso de la demanda. España es líder en producción y comercio y lo seguirá siendo durante mucho tiempo a pesar de los esfuerzos de terceros países para hacer gigantescas ampliaciones de sus superficies olivareras, en unos casos como China y, en otros, a pesar de las barreras artificiales que ponen en sus fronteras países como Estados Unidos o Australia.
Sin embargo, a pesar de esta gran fortaleza en la producción, en el aceite de oliva no es oro todo lo que reluce desde la producción a su comercialización. Y no es solamente cuestión de unos buenos o malos resultados consecuencia de una buena o mala cosecha o de la situación de los mercados exteriores. Sería algo normal, que sucede en todas las producciones y más en el actual marco comunitario donde Bruselas ha procedido al desmantelamiento real de los mecanismos para la regulación de los mercados. Pero, en el caso del aceite de oliva, a esta situación de los mercados dependiendo de cada cosecha, se suman otros problemas de fondo por el hecho de ser uno de los productos más maltratados por el sector de distribución, lo que se ha traducido en un sector donde los productores sufren y las industrias subsisten en una actividad marcada por ser poco negocio y con escasos márgenes, con una facturación superior a los 4.000 millones de euros.