Ricardo Migueláñez. @Rmiguelanez
Se puede decir que se da una “tormenta perfecta” cuando hacemos referencia a un evento que produce una rara combinación de circunstancias adversas que agrava drásticamente una situación. ¿Es esto lo que sucede ahora mismo en el sector agro-pecuario-industrial agroalimentario español?
Pues, posiblemente, sea mucho decir, pero sí es cierto que hay subsectores productivos, sobre todos los ganaderos que, sin ser los únicos, se encuentran atrapados en un tipo de vorágine si no igual, sí bastante parecida a una “tormenta perfecta”, de la que les resulta muy difícil salir.
La pandemia de la Covid-19, en la que llevamos inmersos ya más de año y medio, ha traído consigo una serie de situaciones que se escapan de lo que podría ser considerado la normalidad económica.
Para resumir esta situación, diremos que buena parte de los subsectores ganaderos, principalmente los cárnicos y los lácteos, llevan meses instalados en un bucle en el que la subida de los costes de producción (sobre todo las materias primas alimentarias, pero también otros, como la energética –luz, gas, gasóleo, agua-) están constriñendo hasta la extenuación sus márgenes de rentabilidad.
Todo ello sin que apenas puedan trasladar ese aumento de costes a los precios de venta de sus productos hacia el siguiente eslabón de la cadena de valor -la industria de transformación- que, a su vez y en la mayoría de las ocasiones, se encuentra también presionada por la distribución comercial, muy remisa casi siempre a aceptar subidas de PVP, que podrían incidir en su competencia y en un descenso de los volúmenes de ventas.
Siempre existen matices y excepciones, pero por lo general lo que sucede es así de simple. En el sector energético –petróleo, electricidad- no hay mayor problema para trasladar un incremento de los costes de la materia prima a los PVP de los consumidores (salvo que sean tan exagerados, como estamos viendo ahora con el precio de la luz, que entonces sí que es un problema para los consumidores y para el propio Gobierno) y nadie parece reparar y rasgarse las vestiduras por ese transferencia de costes, porque obedece a la lógica del mercado.
Esto, por el contrario, no ocurre habitualmente en el sector agroalimentario, a no ser que ocurra una debacle de la oferta en relación a la demanda y no haya proveedores alternativos más competitivos en precio (como se ve ahora, por ejemplo, con los PVP del aceite de oliva). Por lo general, en el sector agroalimentario, cuando se produce un incremento de los costes, es el eslabón inicial de la producción el que “traga” o asume sin remedio gran parte de esas subidas. Y, si no hay problemas de oferta respecto a la demanda, tanto la industria de transformación, como la distribución comercial y minorista lo que intentan es mantener sus márgenes de rentabilidad (y, si pueden, incluso aumentarlos), pero nunca (o casi nunca) reducirlos.
Si no hay proveedores o volumen suficiente al precio que los clientes están dispuestos a pagar para garantizarse unos márgenes mínimos de rentabilidad, algo que sucede cuando no hay producto fuera de campaña (en la patata y otras frutas y hortalizas, por ejemplo), se puede encontrar en otros lares (otros países UE o en países terceros).
La ley de la cadena
Por el momento, la Ley 12/2013 de la Cadena Alimentaria, sin restar méritos, apenas ha servido, principalmente en productos perecederos, para abordar el problema del traslado del aumento de los costes reales de producción. Su desarrollo, mediante el RD-ley 5/2020, de 25 de febrero, tampoco, a pesar de que esta última norma obliga a indicar en los contratos por escrito que el precio pactado entre productores y su primer comprador debe cubrir el coste “efectivo” (¿?) de producción y, que si el precio de los productos tiene una parte variable, debe tenerse en cuenta necesariamente, entre otros factores, este último coste.
Aunque figure por escrito en el contrato de suministro que se tienen en cuenta los costes de producción a la hora de fijar el precio de venta, se trata más una cláusula teórica que real, impuesta y hasta redactada casi siempre por el comprador (sea industria transformadora o directamente la distribución), así como aceptada, más a regañadientes que otra cosa, por el proveedor, al que no le queda casi más remedio que pasar por el aro si quiere vender un producto que, además, es perecedero y tiene un tiempo muy limitado de conservación.
Dicho lo cual, el quid de la cuestión para agricultores y, en este caso, ganaderos, es y ha sido durante este tiempo, la práctica imposibilidad (diga lo que diga la ley) de trasladar el incremento de sus costes a los precios de venta de sus productos al comprador. Un productor que, en su actividad, se encuentra encajonado, por un lado, entre la presión alcista de los insumos, que no puede derivar a precios de venta y, por otro, por la presión comercial de los siguientes eslabones de la cadena de valor, cuyo fin primero es no elevar precios de compra al productor para no perder puntos de competitividad y rentabilidad, y tampoco perder clientes.
¿Qué es lo que ha sucedido en la actual campaña? Pues lo que todo estamos viendo en los últimos meses. Los precios de las materias primas para la alimentación animal (cereales, oleaginosas, forrajes), a pesar de existir una buena oferta de cosecha nacional de grano (la anterior fue récord, con 27,6 millones de toneladas y la actual es la segunda más elevada de la historia, con casi 24,5 millones) se han encarecido en el último año a doble dígito en origen y la subida se ha trasladado, en mayor o menor medida, al coste de la fabricación de los piensos y a sus PVP al ganadero.
En cambio, este último, el ganadero, debido a la crisis de la Covid-19 (con la repercusión en el descenso del consumo de algunas carnes por el cierre o limitación del canal Horeca), aunque no solo por eso, no ha podido trasladar, a su vez, este fuerte aumento de sus costes de producción de las materias primas alimentarias (unido al fuerte encarecimiento de la electricidad y de los combustibles) a los precios de venta de su ganado vivo o de la carne o de la leche. Es decir, ha tenido que asumir en solitario ese fuerte aumento de costes de producción, sin posibilidad de repercutirlos (o haciéndolo apenas) en sus precios de venta de sus productos, con una clara merma de sus márgenes de rentabilidad y, en muchos casos incluso, echando cuentas, produciendo “a pérdidas”.
Mercados internacionales
Aclarar que, en esta ocasión, el factor clave de esta importante alza de los precios de las materias primas alimentarias, en este caso de cereales y oleaginosas (en el caso de la electricidad está siendo el alto precio del gas, el alza del valor de mercado de los derechos de CO2, el aumento de la demanda…), está causado por la elevada volatilidad del mercado internacional, no de la oferta nacional que, por segundo año consecutivo, ha sido bastante buena (aún así habrá que importar unos 13 millones de toneladas, porque nuestro consumo interno está en casi 38 millones, algo más de 100.000 toneladas diarias, según Cooperativas).
El mercado internacional está sometido desde incluso antes del inicio de la campaña 2021/22 a una gran tensión, no exenta de especulación y alta volatilidad, por parte de los grandes fondos de inversión que han puesto sus miras, tras la fase álgida de Covid-19, en todo tipo de materias primas. Las previsiones de cosecha internacional de cereales han ido de más a menos, lo que también ha alimentado la espiral alcista de los precios, a pesar de que estamos ante una producción mundial récord.
De acuerdo a los últimos datos del Consejo Internacional de Cereales (CIC) de agosto pasado, podríamos estar en un volumen de 2.283 millones de toneladas (782 millones de trigo, en niveles récord; 1.202 millones de maíz, igualmente récord), unos 70 millones más que en 2020/21, pero unos 12 millones menos que un mes antes, debido a menores cosechas en relación a las inicialmente previstas en trigo, maíz y cebada en grandes países productores y exportadores, como Canadá, Rusia y Estados Unidos, debido a la sequía y las olas de calor, así como por las heladas y el frío en Brasil.
En cambio, el consumo, pese a que también ha recortado previsiones, se estima por el CIC en 2.288 millones de toneladas, aún 5 millones por encima de la cosecha esperada, lo que hará bajar hasta 589 millones las existencias finales de campaña, a 30 de junio de 2022, por segunda vez consecutiva, siendo las más bajas de las siete últimas campañas.
Es este último aspecto el que ejerce una fuerte presión alcista sobre los precios internacionales del grano (que luego se trasladan al mercado nacional), sin obviar el desdeñable papel que viene jugando China (es el gran demandante, con sus más de 1.400 millones de habitantes, y el que tiene stocks más elevados) en el tablero internacional.
China y todo lo demás
El gigante amarillo ha vuelto a recuperar su capacidad de producción de carne de cerdo, tras superar la fase más dura de la Peste Porcina Africana (PPA), aunque su demanda interna de consumo es aún más fuerte y todavía necesitará acudir a las importaciones de países como España durante un plazo indeterminado.
Hasta finales de junio, el Gobierno chino contabilizó 45 millones de hembras reproductoras, un 102% sobre lo registrado en 2017, año en que se iniciaron los brotes de PPA, con una cabaña total de 439 millones de cabezas, un 99,4% superior, destacando que, de cara a finales de 2025, su estrategia en este sector se centrará en mantener el inventario de reproductoras en un mínimo de 43 millones de cabezas.
Es un aviso a navegantes, de cualquier forma, porque el mercado tenderá a normalizarse con el paso del tiempo, salvo que se produzca una nueva crisis o catástrofe, algo que tampoco se puede descartar.
La actual preocupación del Gobierno de Beijing, en la que lleva inmersa durante estos últimos meses, es tratar de contrarrestar el alza de las materias primas alimentarias (entre ellas el de los cereales y oleaginosas), que podría repercutir en la evolución de la producción ganadera y, a la vez, frenar el fuerte descenso de los precios del cerdo, debido al fuerte crecimiento de la cabaña porcina en el último año.
Para intentar estabilizar los precios de los cereales, China está acudiendo a desmovilizar sus reservas de maíz y de otros granos (que en un futuro próximo tendrá que volver a reponer), mientras hace todo lo posible para que se produzca una recuperación de la cosecha interna y también se afana en ejercer una mayor supervisión y un control férreo sobre la información que empresas privadas ofrecen de las operaciones sobre materias primas en el mercado financiero interno para evitar prácticas especulativas.
Estos factores (sobre todo el factor climático adverso en los países productores del Hemisferio Norte), junto con la recuperación económica pos-Covid que parece ya vislumbrarse en buena parte de los países más desarrollados, Estados Unidos, Europa y Asia, inciden de forma directa en la persistente evolución al alza de los precios de las materias primas alimentarias y no alimentarias (petróleo, gas, minerales…), sin que por ahora se vea en el horizonte que el máximo esté ya cerca.
Esta situación ha llevado a un aumento de los costes de producción agrarios, por el momento principalmente en los sectores ganaderos, sin que hayan podido trasladarlos a los precios de venta de sus productos. Pero también los sectores agrícolas están sufriendo esta espiral, debido al incremento de insumos como el gasóleo, el gas o la electricidad y, quizás en breve, de los fertilizantes y fitosanitarios u otros si continúa firme el precio internacional del petróleo.
¿Se trasladarán todas estas subidas a los siguientes eslabones de la cadena de valor o serán los productores los que tengan que asumirlas, una vez más, reduciendo sus márgenes de rentabilidad e incluso vendiendo “a pérdidas”? La respuesta, amigo mío, está en el aire, pero lo más probable es que suceda parte de lo uno y parte de lo otro, con una evolución que no será homogénea, ni por igual en todos los sectores.